La conciencia es el último de los grandes misterios
ya que es un fenómeno para el cual no hemos
hallado todavía una manera de pensar.
Dennett
Dennett afirma que hay eventos que tienen lugar en el cerebro y que están íntimamente ligados a los actos particulares la imaginación, es decir, un experto investigador en el tema podría llegar a examinar los procesos que se producen en el cerebro para llevar a cabo la imaginación.
“Al imaginar usted una vaca, en ese preciso momento, una vaca imaginaria comienza a existir. Algo, en algún lugar, debe haber tenido esas propiedades en ese momento. Se ha producido una vaca, no en el medio de la sustancia cerebral, sino en el medio de… la sustancia mental.”[1]
Y la sustancia mental siempre tiene un testigo. De hecho el problema de los eventos cerebrales es que, independientemente de lo próximos que éstos estén a los eventos de nuestro flujo de conciencia, siempre tienen una desventaja insalvable: nunca hay nadie que pueda presenciarlos.
“Los eventos de la conciencia, por otra parte, son «por definición» presenciados; son experimentados por un experimentador, y es eso precisamente lo que hace que sean lo que son: eventos conscientes. Un evento experimentado no es algo que pueda tener lugar de forma aislada; debe ser la experiencia de alguien. Para que se produzca un pensamiento, alguien (alguna mente) debe pensarlo; para que se produzca un dolor, alguien debe sentirlo; y para que una vaca de color violeta empiece a existir «en la imaginación», alguien debe imaginarla.”[2]
En cambio, el problema con los cerebros es que por más que se observa y analiza su interior, ahí no hay nadie, es decir, ninguna parte del cerebro es el pensador que piensa o el sentidor que siente. La problemática se plantearía con la pregunta: ¿piensan los cerebros? ¿ven los ojos? ¿o quizás las personas ven con sus ojos y piensan con sus cerebros? Y este quiere ser más que un simple problema gramatical o un juego de palabras, por el contrario, revela una de las principales fuentes de confusión, a saber de la idea de que hay un yo distinto del cerebro.
Decimos: «yo tengo un cerebro» y no parece ser sinónimo de la frase: «este cuerpo tiene un cerebro», y mucho menos de: «este cerebro se tiene a sí mismo». La tendencia natural es a pensar en el yo y su cerebro como dos cosas distintas, con propiedades diferentes, independientemente de cuanto dependan uno del otro. “Si el yo es distinto del cerebro, entonces debe estar hecho de sustancia mental. Así lo afirmó Descartes en el Discurso del método: “no tenía ya rezón alguna para creer que yo era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material…”[3]
Así pues, hasta aquí, hay dos cosas que se bucarán en la sustancia mental: aquello que se imagina (la vaca imaginaria), que no está en el cerebro, y aquello que efectivamente realiza la acción de pensar. Pero la sustancia mental no sólo gozará de estas actividades, sino que además deberá ser capaz de sentir y disfrutar. Por ejemplo:
“Según las diversas ideologías agrupadas bajo la etiqueta de funcionalismo, si somos capaces de reproducir la completa «estructura funcional» del sistema cognitivo de un catador de vinos humano (memoria, objetivos, íntimas animadversiones, etc., incluidos), seremos entonces capaces de reproducir todas las propiedades mentales, incluidos el disfrute y el deleite que hacen de saborear un buen vino algo que muchos de nosotros apreciamos.”[4]
Es decir, si todas las funciones de control del cerebro de un catador de vinos pudieran ser reproducidas en un chip de silicio, veríamos de inmediato también reproducido el deleite que éste siente. Dicho de otro modo, para poder apreciar se necesita la conciencia, algo que una simple máquina no tiene. Sin embargo, dice Dennett, es evidente que el cerebro es una especie de máquina, un órgano que, como el corazón o los pulmones, en última instancia es susceptible de una explicación mecánica de sus capacidades. Esto nos llevaría a pensar que no es el cerebro quien posee la capacidad de apreciar; eso es responsabilidad de la mente.
Reproducir los mecanismos cerebrales en una máquina basada en el silicio no reproduciría la capacidad real de apreciar, sino tan sólo una ilusión de ésta. Así pues la mente consciente no solo es el lugar donde están los colores y olores que percibimos, ni tampoco es solamente la cosa pensante. Es el lugar donde se lleva a cabo la apreciación. Es el árbitro último que decide por qué algo es importante. El corolario de esto es asumir que la mente consciente es el origen de nuestras acciones intencionales.
“La simple complicidad corporal no es suficiente para constituir una acción intencional, ni tampoco lo es la complicidad corporal bajo el control de las estructuras cerebrales, ya que el cuerpo del sonámbulo se halla bajo el control manifiesto de las estructuras cerebrales del propio sonámbulo. Lo que nos falta añadir es la conciencia, el ingrediente especial que convierte los meros acontecimientos en actos”[5]
Esto nos lleva a pensar que, para nosotros, parece que la conciencia es precisamente aquello que nos diferencia de los meros autómatas. Los reflejos corporales son automáticos y mecánicos; es probable que requieran la intervención de circuitos en el cerebro, pero no la intervención de la mente consciente. Esta idea plantea el problema de que a no ser que detrás de todo acto haya una mente consciente, no existe un auténtico agente que lo lleve a cabo. Dice Dennett: cuando pensamos en nuestras mentes de esta manera es como si descubriéramos a nuestro yo interior, nuestro yo real. Este yo real no es nuestro cerebro; es lo que posee a nuestro cerebro.
Hasta ahora se han planteado cuatro motivos por los que creer en la sustancia mental. No parece que consciente pueda ser simplemente el cerebro, ni alguna de sus partes, porque nada en el cerebro podría:
– Ser el medio en el que se produce la vaca imaginaria.
– Ser la cosa pensante: el yo del “pienso, luego existo”.
– Apreciar el vino, odiar el racismo, amara a alguien, ser capaz de atribuir importancia a algo.
– Actuar con responsabilidad moral.
Dennett nos dice a esto que la concepción actualmente dominante es el materialismo: la idea de que solo hay un tipo de sustancia, la materia, la sustancia física de la química, la física y la fisiología, y según la cual la mente no es más que un fenómeno físico. Sin embargo otra concepción derivada de la tradición es aquella dualista que diría que la mente y el cuerpo son sustancias distintas, pero que de todos modos deben ser capaces de interrelacionarse; los órganos sensoriales del cuerpo, a través del cerebro, deben informar a la mente, deben enviarle o presentarle percepciones, ideas o datos de algún tipo, y la mente, a su vez, después de reflexionar sobre ello, debe dirigir al cuerpo en las acciones apropiadas. Pero como no tenemos ni la más remota idea de qué propiedades tiene la sustancia mental, tampoco estamos capacitados para averiguar de qué manera puede ésta verse afectada por los procesos físicos que emanan del cerebro. Y si analizáramos el proceso inverso, es decir las instrucciones de la mente hacia el cerebro, diríamos que no son ondas de luz o de sonido, ni rayos cósmicos ni flujos de partículas subatómicas. No tienen asociada ninguna energía física ni una masa. La pregunta entonces es ¿de qué manera, pues, consiguen intervenir sobre lo que ocurre en las células cerebrales a las que tienen que afectar, si la mente debe tener alguna influencia sobre el cuerpo?
“¿Cómo puede eludir la sustancia mental toda medición física y al mismo tiempo controlar el cuerpo? Un espíritu en la máquina no nos será de mucha ayuda en nuestra teoría a menos que sea un espíritu capaz de mover objetos, como un fantasma ruidoso capaz de volcar una lámpara o dar un portazo. Sin embargo, cualquier cosa que pueda mover un objeto físico es a su vez un objeto físico (quizá un algo físico extraño y poco estudiado, pero físico al fin).”[6]
Los pocos dualistas que abiertamente reconocen su postura en la actualidad admiten que carecen por completo de una teoría sobre cómo funciona la mente; es algo, insisten, que está por encima de la capacidad de comprensión de los humanos. Pero para Dennett, esta es una actitud derrotista, insuficiente. Pero por otro lado, hoy en día, algunos investigadores del cerebro, quizá una gran mayoría, siguen afirmando que, para ellos, el cerebro no es más que otro órgano, como los riñones o el páncreas, que debe ser descrito y explicado única y exclusivamente con las seguras herramientas que nos ofrecen las ciencias físicas y biológicas. Nunca se les ocurriría mencionar la mente ni lo «mental» en el curso de sus tareas profesionales.
Ahora bien para seguir dilucidando nuestra problemática es importante echar un vistazo a lo que el autor llama el jardín fenomenológico. Los filósofos y los psicólogos utilizan con frecuencia el término fenomenología como genérico que engloba aquellos elementos que habitan en el mundo de nuestra experiencia consciente: olores, picores, dolores, vacas imaginarias, intuiciones… sin embargo, “no podemos decir verdaderamente que haya fenomenólogos: expertos en la naturaleza de las cosas, por todos reconocidos, que nadan en la corriente de la conciencia.”[7] Sin embargo Dennett adopta el término como genérico para designar todos aquellos elementos de la experiencia consciente que deben ser explicados. Estos elementos de los que está compuesta la conciencia, son muy diferentes de lo que se había creído hasta ahora, que ya no deberíamos usar los mismos términos.
Resulta que las cosas que nadan en la corriente de la conciencia —ya saben: los dolores, los aromas, los ensueños, las imágenes mentales y los arrebatos de ira y lujuria, los típicos moradores de un fenómeno— no son lo que creíamos que eran. La verdad es que son tan diferentes, que les deberíamos buscar nuevos nombres.
Así pues, el jardín fenomenológico de la conciencia está dividido en tres partes: las experiencias del mundo exterior, las experiencias del mundo puramente interno y las experiencias emotivas o de afecto. En primer lugar hay que decir de las experiencias del mundo exterior que empiezan siempre por nuestros sentidos mas elementales, pero por qué esto afecta a la conciencia, mente o sustancia mental, podría parecer que esto es puramente materia para las ciencias médicas, físicas, etc. Y en efecto lo son, hasta que nos percatamos de que las sensaciones resultantes de los sentidos, pese a que intuitivamente parecen ser traducciones directas de la estimulación de los receptores sensoriales, también son el producto de un elaborado proceso de integración de datos procedentes de muy dstintas fuentes.
“Consideremos ahora el oído, cuya fenomenología consta de todos aquellos sonidos que podemos percibir: música, palabras habladas, golpes/estallidos, silbidos, sirenas, gorjeos y chasquidos. Los teóricos que se ocupan del oído a menudo se sienten tentados de «poner a tocar a la pequeña orquesta en nuestra cabeza».”[8]
En efecto, así podría parecer hasta que nos planteamos la siguiente pregunta: ¿qué ocurre con la señal una vez que el cerebro la ha recibido? Responderíamos, según Dennett, que desde el oído, un montón de señales moduladas viaja hacia el interior, hacia el oscuro centro del cerebro. Como en el caso de la línea ondulada que queda al grabarse un disco, no podemos decir que estas cadenas de señales sean sonidos oídos: son secuencias de impulsos electroquímicos viajando por las neuronas; entonces, ¿no debería acaso existir algún punto central en el cerebro donde estas señales controlan las acciones del poderoso órgano del teatro de la mente? ¿dónde, si no, se traducen finalmente estas señales sin tonalidad en sonidos oídos subjetivamente? Y entonces, ¿qué podemos encontrar en el cerebro que nos permita sentir la satisfacción de haber llegado al final de la cuestión del problema de las experiencias sensoriales? ¿cómo es posible que un conjunto de propiedades físicas de los eventos que se producen en el cerebro constituya las propiedades los sonidos que oímos, las imágenes que vemos…? Por ejemplo, cuando percibimos el habla, somos conscientes de algo más que de la identidad y la categoría gramatical de las palabras – si así fuera, seríamos incapaces de distinguir entre si estamos oyendo o leyendo las palabras.
Las palabras están claramente demarcadas, ordenadas e identificadas, pero también están revestidas de diversas propiedades sensibles. Las propiedades de las que somos conscientes no sólo son las subidas y bajadas de la entonación, sino también asperezas, silbidos y balbuceos, por no hablar de los tonos afilado de la displicencia, trémulo del miedo o plano de la depresión. Lo mismo podríamos decir de la vista y el resto de los sentidos. Y he aquí la problemática por la que inicia la conciencia, es decir sentimos, pero además somos conscientes de que sentimos, entonces ¿qué significa este ser conscientes de que sentimos? Por eso este es uno de los puntos principales a considerar en el jardín fenomenológico.
¿Cuáles son las «materias primas» de nuestras vidas interiores? ¿Y qué hacemos con ellas? De acuerdo con una tradición todavía tan sólida como la de los empiristas ingleses, Locke, Berkeley y Hume, los sentidos son las puertas por las que se introduce el mobiliario de la mente; una vez dentro, a buen recaudo, este material puede manipularse y combinarse para crear un mundo interno de objetos imaginados.
Nuestros órganos sensoriales son bombardeados por energía física en las formas más variadas, energía que en el punto de contacto es «traducida» a impulsos nerviosos que viajan hacia el cerebro. Lo que pasa del exterior al interior no es más que información, y, aunque la recepción de información podría provocar la creación de alguna entidad fenomenológica, es difícil creer que la información misma pueda ser la entidad fenomenológica en cuestión. Es bastante frecuente por esto mismo que se llegue a asociar sobre todo a tal entidad con la experiencia visual, como si esta siempre fuera la causa primera y esto justamente porque tomamos estas experiencias del mundo interno y hacemos referencia a ellas como imágenes.
Sin embargo, es importante hacer énfasis en que esto nos lleva a la problemática de que la fenomenología de diferentes oyentes como respuesta a un mismo enunciado puede variar casi ad infinitum sin que apenas pueda apreciarse variación en la comprensión o en la captación del contenido. Y lo que sucede es que si hablamos de la comprensión como ejemplo de una experiencia puramente interna, las imágenes no pueden ser la clave para la comprensión porque uno no puede hacer el dibujo de un tío, o de un ayer, o de un despedir, o de un abogado. Es decir, comprender no es algo que pueda hacerse a través de un proceso de convertirlo todo a la divisa de las imágenes mentales, a menos que los objetos dibujados se identifiquen mediante etiquetas, en cuyo caso la escritura en estas etiquetas sería un mensaje verbal necesario para la comprensión, lo cual nos devolvería al punto de partida.
“Mi oír lo que usted dice depende de que usted lo diga a una distancia suficiente de mis oídos y mientras estoy despierto, lo cual garantiza que yo lo pueda oír. Mi comprender lo que usted dice depende de muchas cosas, pero no parece depender de ningún elemento identificable de la fenomenología interna; ninguna experiencia consciente garantizará que yo le comprenda o le comprenda mal.[9]”
Así pues, la comprensión no puede ser explicada por el mero recurso de citar las entidades fenomenológicas que la acompañan, lo cual no significa que esa fenomenología no esté ahí. Más concretamente, ello no significa que un modelo de comprensión que permanezca en silencio en todo lo que respecta a la fenomenología será capaz de capturar todas nuestras intuiciones sobre la comprensión. Y así no solo al referirnos a la comprensión sino también a toda la cuestión referente a los placeres y dolores.
De tal suerte que lo que encontramos en nuestro jardín fenomenológico de la conciencia favorecerá para el consecuente desarrollo de la teoría sobre la conciencia que Dennett quiere aportar.
BIBLIOGRAFÍA:
Dennett, Daniel, La conciencia explicada, Ediciones Paidós, Barcelona, España, 1995.
[1] Dennett, Daniel, La conciencia explicada, Ediciones Paidós, Barcelona, España, 1995, pg. 40[2]Ibid. pg 41[3]Ibid. pg.42[4]Ibid. pg 43[5]Ibid. pg 44[6]Ibid. pg 47[7]Ibid. pg 56[8]Ibid. pg 59[9]Ibid. pg 69.